El Zorro, las vías, el pizarrón…
Frente a la estación ferroviaria del paraje El Zorro, bajo el mismo techo compartido funcionaba la única escuela primaria y la casa de la maestra multigrados. En el pasillo que conectaba cocina, baño y dormitorio, por una cuarta puerta se accedía al aula de la escuela.
Pibes de primaria, cuando llegábamos a El Zorro desde Dorrego, luego de 28 kms de camino de tierra, saludábamos a la tía maestra y de ahí derechito al aula vacía el fin de semana, entrada libre y todo a disposición.
Aún hoy respiro el inconfundible perfume de la madera del piso flotante que crujía al caminar, sonido que se potenciaba en medio del silencio, sin bullicio propio de alumnos en clase. Solos, con tizas de colores a elección frente al mundo del pizarrón y el borrador a mano para no dejar rastros de nuestro recreo en el aula vacía.
Recuerdo el escritorio de la maestra con el tintero de cristal transparente y la lapicera pluma encajada, con la punta hacia abajo sumergida para cargar el combustible que daba vida a las letras. Un pequeño almanaque al costado, el libro de asistencias, el típico florero con ramas y alguna flor silvestre del patio. Debajo del vidrio del escritorio fotos amarillas de tiempo prolijamente dispuestas, según la importancia del recuerdo que atesoraba.
Ambiente cálido, con laminas de patriotas o episodios de la historia según la efemérides del mes, que se fijaban con chinches en un mural extendido a lo largo toda la pared. Luminoso, dos ventanales y la puerta amplia que daba al patio de los recreos, con juego para niños y la cancha de fútbol profesional donde los arcos reglamentarios parecían enormes y lejanos.
Aula chica, estadio grande rodeado de frondosos eucaliptus en todo el contorno y la eterna compañía del viento que complicaba direccionar el rumbo de la pelota. Sólo en alguna fiesta patria se lograba completar la plantilla de dos equipos de once y era natural en un paraje de estación habitado por familias que se podían contar con los dedos de las manos.
Eso sí, en tiempos de cosecha la estación y la fonda eran una romería. Bolseros, changarines y estibadores de lugares lejanos que venían a trabajar durante la cosecha y le devolvían vida al lugar, entre bolsas de cereal, naipes y parroquianos pasados de copas de alcohol al borde del mostrador.
En ese mundo de vida sacrificada, de cosas simples y trabajos duros, de soledades y distancias que incomunicaban y hoy se recorren en un abrir y cerrar de Google Maps, transcurrían años de primaria los hijos de chacareros y peones rurales que habitaban alrededor de la escuela rural a una legua o más de distancia.
Muchos años después, jubilada del IPS, volvimos con Inés a El Zorro para revivir sensaciones del regreso al aula y la casa bajo el techo común. La misma tranquera de alambre al ingreso, los mismos aromas en el aire, las mismas láminas sujetadas con chinches. El patio con juegos renovados, la cancha de fútbol con césped desprolijo y el campo implacable que invade con cardos y yuyos. Las jóvenes maestras la reconocieron al toque, la invitaron a pasar y explicaron a los alumnos quién era la visitante ilustre, con repaso del álbum de fotos que atesora la historia de la escuela. Como no iba a emocionarse de volver al primer destino docente, después de años pupila y egresar como maestra del María Auxiliadora.
Educación pública donde latían corazones que aprendieron a leer y escribir en medio de la nada. Alumnos entremezclados de primero a sexto, con morochos en minoría frente a mayoría de cabellos rubios y ojos celestes, fruto de padres y abuelos made in Dinamarca.
Imposible olvidar aquel paisaje de aula rodeada de horizonte con perfume a pisos de madera que crujían al caminar.
Basta cerrar los ojos para que reviva la película de la escuela de campo, entre vías levantadas de la estación abandonada y el pizarrón esperanzado que algún día la tiza le devuelva la vida.
(Tía Inés vivió sus últimos años en Monte Hermoso. La crónica está dedicada a su memoria)
fuente: La Nueva
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